LICANTROPOS
La luna brilla siniestramente sobre la ciudad amurallada y el licántropo despierta convulso. Es hora de trabajar. A duras penas se viste: sus garras son torpes para esa tarea. Están hechas para desgarrar, no para abrochar botones. Tras grandes esfuerzos logra cerrar el botón superior de su camisa alba. Ahora debe anudar la corbata escarlata. Suspira resignado. Quince minutos después sale de su casa vestido de rigurosa etiqueta, aunque sin zapatos. No hay talla que soporte esas enormes zarpas. Sube a su coche y parte a toda velocidad. Cuando llega a la discoteca sus admiradores lo aclaman. Es la celebridad de la fiesta. Él sonríe con discreción y se encamina al escenario, salta, ruge y se pone a bailar al ritmo de la música estruendosa. Devórame, lobito, le grita una muchacha. Muérdeme el cuello, aúlla otra. Chupa mi sangre. Poséeme. Mátame. Eso le piden, como cada noche. Deberá elegir, como cada noche, una dama a quien hacer feliz.
DEMONIOS TRAVIESOS
Era un demonio tan pequeño como horrible. Lo encontré vagabundeando entre mis libros, de modo que me sentí autorizada para atraparlo y meterlo en un frasco. Emitió un espantoso hedor a azufre: saltó, bramó, expelió fuego por su pequeña y perversa boca. Me divertí contemplándolo: en verdad era un demonio muy temible, sólo que demasiado pequeño. Enfureció hasta el paroxismo cuando le anuncié que iba a convertirlo en amuleto. Estrellaba su menudo cuerpo escarlata contra las paredes transparentes con empecinamiento notable. Terminó por quedar extenuado. Después de varias semanas, luce más tranquilo. Quizás resignado. Insiste mediante señas en que desatornille la tapa del frasco, pero no. Desconfío de él. Suelto, no hay demonio manso; eso decía mi abuela
La luna brilla siniestramente sobre la ciudad amurallada y el licántropo despierta convulso. Es hora de trabajar. A duras penas se viste: sus garras son torpes para esa tarea. Están hechas para desgarrar, no para abrochar botones. Tras grandes esfuerzos logra cerrar el botón superior de su camisa alba. Ahora debe anudar la corbata escarlata. Suspira resignado. Quince minutos después sale de su casa vestido de rigurosa etiqueta, aunque sin zapatos. No hay talla que soporte esas enormes zarpas. Sube a su coche y parte a toda velocidad. Cuando llega a la discoteca sus admiradores lo aclaman. Es la celebridad de la fiesta. Él sonríe con discreción y se encamina al escenario, salta, ruge y se pone a bailar al ritmo de la música estruendosa. Devórame, lobito, le grita una muchacha. Muérdeme el cuello, aúlla otra. Chupa mi sangre. Poséeme. Mátame. Eso le piden, como cada noche. Deberá elegir, como cada noche, una dama a quien hacer feliz.
DEMONIOS TRAVIESOS
Era un demonio tan pequeño como horrible. Lo encontré vagabundeando entre mis libros, de modo que me sentí autorizada para atraparlo y meterlo en un frasco. Emitió un espantoso hedor a azufre: saltó, bramó, expelió fuego por su pequeña y perversa boca. Me divertí contemplándolo: en verdad era un demonio muy temible, sólo que demasiado pequeño. Enfureció hasta el paroxismo cuando le anuncié que iba a convertirlo en amuleto. Estrellaba su menudo cuerpo escarlata contra las paredes transparentes con empecinamiento notable. Terminó por quedar extenuado. Después de varias semanas, luce más tranquilo. Quizás resignado. Insiste mediante señas en que desatornille la tapa del frasco, pero no. Desconfío de él. Suelto, no hay demonio manso; eso decía mi abuela